LUZ
Raquel se une a los
guardias de la empalizada. Desde la ventana de su habitación observa el
horizonte, hacia el este, por donde asoma una indecisa canica de tono anaranjado.
La chica no se mueve, no parpadea. En cuestión de segundos, la bolita se libera
de las montañas a la vez que su brillo se va volviendo cada vez más intenso. El
naranja muta a amarillo y al mismo tiempo, el azul oscuro del cielo empieza a
clarear anunciando la llegada de un nuevo día. Un gallo le pone música estridente.
Muchos vencejos vuelan en todas direcciones gorjeando jubilosos, parece mentira
que no se choquen entre ellos. El cielo está limpio, de un azul intenso y el Sol
ilumina la vida.
Raquel cierra los
ojos y abre los brazos mientras hincha su pecho hasta casi reventar. Lo retiene
en su interior empapándose de energía, notando como se ramifica por todo el
cuerpo y, cuando ya no puede aguantarlo más, lo suelta con una sonrisa. Va a
ser un gran día.
El interior del poblado
despierta con el trasiego de los primeros movimientos de personas y animales.
Rodolfo aparece con su
carro y sus bueyes en dirección a la compuerta Norte. Es el más madrugador,
seguro que lleva mucho tiempo levantado preparando todo lo necesario para su
salida. Dos guardias cabalgan a su lado, son sus escoltas en el viaje al clan
vecino. Van a intercambiar nuestro grano por otras materias primas, principalmente
pieles para el invierno.
Un grupo de
labradores, con Ruth y Ramón al frente, se dirigen al sur de la empalizada
hacia los invernaderos. Toca recogida de uva para hacer vino.
Otro grupo de gente
se arremolina alrededor de almacén de compost. Todos con mascarillas, guantes y
con trajes de piel vacuna, cosida al revés.
Van a cargar los
carros que nos van a llevar a las Cuevas de los Hongos para preparar la siembra
del micelio.
Ricardo irrumpe en la
habitación de Raquel con su ímpetu característico.
—¿Pero todavía estás
aquí? Venga, espabila que nos vamos a las cuevas —comenta marchándose a toda
velocidad.
Raquel arranca a
correr tras su hermano y lo alcanza en las escaleras. En un ejercicio bien
ensayado salta a la barandilla utilizándola como un tobogán. Ricardo se ve
adelantado y grita.
—Así no vale Raquel.
Ella ríe con toda la
sonoridad que le permiten sus pulmones. De un salto, tan grácil como felino,
vence el último tramo de la barandilla y se frena para darle un abrazo a su
hermano.
—Te quiero hermanito.
Hoy es nuestro gran día
—Tengo… miedo Raquel.
—Ricardo pierde la sonrisa.
—Ya lo hemos hablado.
Ha llegado la hora de la independencia, no podemos estar así toda la vida.
Necesitamos vivir nuestra vida.
En silencio se
dirigen a la cocina.
El panorama les
vuelve a provocar alegría.
Ricardo ha preparado
un buen desayuno. Leche de cabra, pan de centeno, manteca de cerdo y unas
pasas. Energía para hoy, la van a necesitar.
—¡Hala, te has
superado hermanito!
Ricardo no contesta,
pero enseña sus blancos dientes como aprobación.
—Vamos a darnos
prisa, venga —apremia Raquel sentándose en una de las sillas.
Desayunan con
fruición.
Raquel se levanta
satisfecha y con el estómago lleno. Abre un cajón, coge un par de pequeños
sacos de arpillería y le lanza uno su hermano.
—Pon las sobras en el
saco… por si necesitamos algo más de comida.
Mientras recogen las
sobras y rellenan los saquitos, Ricardo mira a su hermana con admiración.
Raquel y Ricardo son
huérfanos desde que recuerdan. Su infancia parece borrada de sus memorias,
aunque saben que estuvieron monitorizados por Ruth cuando eran muy pequeños. Hace
tiempo, Ruth fue espaciando las visitas a la casa de los niños hasta que lo
hizo definitivamente cuando cumplieron los 14 años, ese momento en el que los
niños dejan de ser niños.
Ellos no lo sabían,
pero Ruth seguía todos sus pasos en la distancia y si la hubieran necesitado
habría reaccionado como la madre que siempre deseo ser. A pesar de todo ella
desconocía algunos detalles de la vida de los muchachos. Los más internos y
personales, las inquietudes de unos adolescentes inconformes con la vida que
tenían. Esa sociedad agobiante en su concepto de restringir libertades por el
bien común, les agobiaba por la injusticia que representaba. Preguntas sobre el
pasado que no podían ser planteadas para no desestabilizar la paz del clan. El
miedo insuflado y la constante protección sobre unos enemigos que nunca vieron,
pero que siempre estaban muy presentes. Esos rezos a dioses que eran tan
omnipotentes como sordos e insensibles.
Raquel no estaba
cegada por esa insulsa tranquilidad, por esa paz creada alrededor de lo que ella
sospechaba que era una gran mentira. Intuía algo más que “Los Reverendos Protectores”
no explicaban, que algo escondían para no descubrir una realidad que seguro
poco tenía que ver con la verdad. Muchas veces pensó que era una conspiranoica
pero el apoyo de Raúl y Rosa y un mucho del miedoso de su hermano le llevó a
pergeñar un plan, una locura.
FUGA
Rodrigo los saluda.
El guardián de la puerta Este hace una indicación a sus ayudantes para que
abran la empalizada. Dos hombres accionan la rueda dentada activando el sistema
de cadenas y poleas. La puerta cae con fuerza levantando una pequeña ola de
polvo que se disipa rápidamente.
El convoy se mueve.
Diez jinetes armados con ballestas y lanzas acompañan a las cinco carretas tiradas
por bueyes con ocho ocupantes cada una, cuatro adultos y cuatro aprendices. Ellos
se harán cargo, en un futuro cercano, del mantenimiento, siembra y recolección
de los champiñones de las cuevas. Son escogidos en el clan por Rosa, Rosalía,
Rubén y Roque, los responsables de Siembra y Recolección.
El proceso de
selección para escoger a los aprendices es complejo y se basa en la habilidad
de cada joven, nunca superior a los dieciséis años de edad, en mantener unas
plantaciones asignadas a cada grupo de dos, tanto en los invernaderos como en
algo parecido a un jardín que tiene cada casa con diferentes especies de
plantas y vegetales. Los responsables monitorizan a los jóvenes y sus
cultivos, valorando tanto la calidad de sus plantaciones, la estética de estos,
así como el resultado final. El manejo de las herramientas de cultivo, la
distribución, la destreza en el riego, la administración de compost en el
terreno, el ahorro de recursos y los cuidados generales, también se
valoran.
La caravana deja
atrás la empalizada y se dirige al Bosque de las Ánimas. Los escoltas se
colocan de dos en dos a derecha e izquierda de cada carreta, excepto los dos
últimos y los dos primeros que van ligeramente más atrasados unos y más adelantados
otros. Los caballos trotan erguidos, gruñen y lanzan pequeños gemidos de placer.
Los escoltas charlan animosamente con los conductores y sus acompañantes. Los
pájaros ponen música volando muy cerca, incluso algunos se posan en los toldos
de los carromatos a cantar su melodía. Los bueyes parecen sonreír mientras
arrastran el peso sin aparente esfuerzo. El cielo, como prometió en su
amanecer, sigue azul claro y despejado.
La expedición llega
al río. Los pájaros se unen en una bandada oscilante que parece decirles adiós
mientras vuelan en dirección al poblado. Suena un silbato. Cruzan el río por un
viejo puente. Pasan de uno en uno, pero eso no les libra de oscilaciones, ruidos
y crujidos que parecen los quejidos de un moribundo queriendo incorporarse.
Una vez reagrupada la
expedición, uno de los jinetes hace sonar un silbato mientras galopa de principio
a fin de la cola de carromatos. Vuelve a oírse el silbato, esta vez tres tonos
cortos. Reemprenden la marcha ascendiendo por una empinada ladera con mucha
arena y piedra suelta. Las ruedas de los carromatos patinan, pero los bueyes
son tozudos y muy fuertes. En la curva
final del ascenso vuelven a detenerse y observan el camino a seguir, la Planicie
Seca.
Las carretas botan y
rebotan sobre un suelo casi impracticable abriéndose un camino inexistente. Ni
siquiera una brizna de aire circula sobre este terreno tan rocoso y reseco. Es
un paisaje yermo, sin una sola mata de hierba, solo arena y rocas con
diferentes tonos de grises. Pronto hará un calor insoportable.
En el horizonte ya
aparece el Bosque de las Ánimas. Una vez atravesado llegarán a la falda de la
Montaña Gris, su destino, Las Cuevas del Champiñón. El Sol empieza a calentar.
Suena un silbato. Han
llegado a la entrada del bosque. Los caballos resoplan nerviosos. Los escoltas
han dejado de hablar. Unos desenfundan las ballestas y otros aprietan con
fuerza las lanzas. Se separan unos metros de cada carromato. Observan arriba, a
derecha, a izquierda, atrás, adelante. Un protocolo de actuación de defensa, de
supervivencia; muy ensayado, muy entrenado.
Preparan la respuesta
a cualquier incidencia que ponga en peligro a la expedición.
La verdad es que hace
muchos años que no hay documentado ningún ataque de fieras o de salvajes, pero
el miedo inducido es poderoso.
—Atentos chicos, nos
acercamos al bosque —dice Samuel, el fornido conductor del carromato.
Raquel, Ricardo, Raúl
y Rosa se miran entre si con rostro de asombro en la segunda fila de asientos.
Es su primera incursión en el bosque y están muy excitados.
Raquel toma el mando
del grupo y pregunta:
—Samuel, nunca hemos
visto a salvajes ni fieras, ¿y tú?
—No chicos. Gracias a
la protección de los dioses nunca se han cruzado en mi camino.
—No conozco a nadie
que se haya encontrado con alguno nunca —comenta una incisiva Raquel.
Raúl y Rosa siguen la
conversación con los ojos muy abiertos. Ricardo escucha, aunque mira como el
bosque les engulle. Él sabe que pretende su hermana.
—Mi padre se encontró
con unos salvajes hace muchos años, antes de que yo naciera. Él luchó contra
aquellos hombres alados que echaban fuego por la boca…
—Los hombres dragón
—interrumpen Raúl y Rosa al unísono.
—Samu, esa historia
no la contó tu padre, la cuenta el Reverendo Protector en sus homilías —añade
Raquel.
—Si… es cierto, pero
mi padre iba en esa expedición. Mi madre nos lo contó muchas veces. Mi padre fue
un valiente —dice Samuel con orgullo.
—Samuel, lo que si es
cierto es que no hay ningún ataque documentado desde hace más de cuarenta años —interviene
Ricardo.
—Es cierto, la diosa
Fortuna nos ha premiado con ello, pero no debemos bajar la guardia, el miedo
nos ayuda a protegernos. —Samuel se persigna.
—El miedo no nos deja
ver la realidad —murmura Raquel.
Los otros chicos
miran a Raquel.
Ricardo llama la
atención a su hermana.
—Raquel…
Las palabras se las
ha llevado el viento. Samuel no las ha escuchado.
Raquel insiste, esta
vez en voz alta.
—Los únicos animales
alados que veremos son los pocos pájaros que se cruzan delante nuestro dándonos
la bienvenida a su bosque.
—Que así sea —dice
Samuel mientras vuelve a persignarse.
Los cuatro amigos se
deslizan sobre el protector que cubre el compost hacia la parte trasera del
carromato con la excusa de coger las mochilas. Agazapados los cuatro amigos se
miran en silencio. Raquel toma la iniciativa.
—Samuel dijo que
pararíamos a la salida del bosque para hacer nuestras necesidades y tomar algún
refrigerio. Hemos de aprovechar ese momento.
Los tres amigos
imitan a Raquel y se ajustan el cinto. Aseguran el pequeño machete recolector,
la linterna de dinamo, los guantes impermeabilizados y desechan las mascarillas.
Se colocan la manta y el saco de dormir a la espalda.
La caravana deja atrás
el bosque y sale a campo abierto.
Unos kilómetros más
adelante, rodeada de una espesa niebla a media altura y nieve en los picos más
altos, se observa la cordillera a la que se dirigen. En el centro, la Montaña
Gris. Vuelve el paisaje agreste, ni un solo árbol, ni plantas, solo rocas y más
rocas. Ni un pájaro. Alguna serpiente culebrea entre piedras y un par de
lagartos observan la expedición desde la atalaya de una prominente lancha.
Un repelús activa a
Raquel.
—Preparaos, es
nuestra oportunidad.
Los tres amigos se
miran asustados.
Raquel les reprende.
—Espero que no me
dejéis sola.
Ninguno habla.
Los silbatos vuelven
a sonar. La caravana se detiene formando algo parecido a un pequeño circulo.
Los diez escoltas realizan una ronda por el diámetro para observar si la
defensa es la correcta según el protocolo. Ya se detienen. Ocho de ellos se
colocan formando un octógono en el exterior del circulo. Los dos restantes enfilan
rumbo hacia la Montaña Gris para inspeccionar el terreno, cuando vuelvan la
expedición reprenderá la marcha.
Suenan los silbatos,
en intervalos de tres en tres pitidos. Hora de bajar hacia el centro del
circulo.
Todo el mundo baja de
sus carromatos, algunos cojeando ligeramente intentando recuperar sus músculos
de tanta inactividad. Se sientan en grupos delante de sus carretas. Utilizan el
saco de dormir y la manta como asiento para amortiguar la dureza del suelo.
Cada responsable de grupo entrega los zurrones a cada uno de los integrantes
con las viandas y agua.
Ninguno de los cuatro
amigos come, aunque lo simulan. Se miran en silencio a la espera del permiso
para poder ir a hacer sus necesidades… y aprovechar el momento para la fuga.
—Recordad, corred
hacia el bosque sin mirar atrás —dice Raquel.
Ricardo, Raúl y Rosa,
asienten. Sus rostros se han tensado. Sus ojos parpadean eléctricamente, sus estómagos
se encogen y sus bocas salivan en exceso. Están preparados.
LA CUEVA
Raquel y Ricardo
siguen corriendo. Han perdido de vista a los otros dos hermanos. Raúl y Rosa ya
no están con ellos. Así lo acordaron, separarse en dos grupos corriendo hacia
el bosque, una vez dentro se dirigirían al norte separados por unos metros en
paralelo. Pasado un kilómetro, Raúl y Rosa irían dirección Este durante tres
kilómetros mientras que Raquel y Ricardo al Norte, también durante tres
kilómetros. Se detendrían, buscarían refugio y durante una hora permanecerían
quietos observando si les habían seguido. Raúl y Rosa harían lo mismo en su
lugar de refugio. Raquel y Ricardo saldrían a su encuentro después de esperar
esa hora de seguridad. Para advertirles de su presencia imitarán al cárabo tres
veces seguidas cada dos minutos.
Raquel y Ricardo se
encaraman a un denso abeto y se sientan en una rama.
—No había corrido
tanto en mi vida —comenta Ricardo en voz baja, casi sin resuello.
—Ni yo —dice Raquel
con voz entrecortada. —Creo que los hemos despistado.
—Parece que sí.
Espero que Rosa y Raúl también lo hayan conseguido.
—Yo también lo
espero. En una hora vamos a buscarlos.
Pasadas tres horas
desde la escapada el hambre aprieta. Introducen la mano en el zurrón para
extraer un pedazo de torta de pasas. Raquel y Raúl han dejado atrás la densidad
del bosque. Las altas coníferas están cada vez más dispersas y las lanchas
graníticas ganan terreno introduciendo a las elegantes encinas. Se escucha el
rumor de un río. El terreno se ha vuelto más escarpado y deciden detenerse a la
sombra de un gran chaparro. La torta ya ha caído en sus estómagos.
—Hay un río cerca y
el bosque se acaba —dice Raquel.
Ricardo mira a su
alrededor y descubre una enorme y alta roca coronada por un solitario y centenario
pino.
—Vamos a escalarla
—comenta Ricardo señalando la roca, —y nos subimos al árbol. Desde allí
tendremos buena visión del lugar y usaremos el reclamo.
En pocos minutos ya
están ubicados. Desde su atalaya observan el río y las paredes que lo amurallan.
—Houuuuu, ho, ho,
houuuuu… ku-wik, ku-wik, ku-wik. La imitación de Raquel es indistinguible del
macho de cárabo haciendo su llamada.
No hace falta ningún
reclamo más. Al otro lado del río, descendiendo desde la parte baja del muro
vertical, asoman Raúl y Rosa haciendo gestos con sus brazos. Los hermanos bajan
del árbol y se dirigen al río. Llegan a un pequeño desnivel desde donde ya se
observa al ancho río. Emprenden el descenso.
—Es imposible pasar
si no es a nado —grita Ricardo.
Observan a Rosa y
Raúl como les hacen gestos para que remonten el curso del río. En paralelo, las
dos parejas de hermanos sortean las piedras y los matojos mientras los salmones
saltan entre la espuma del agua. Las paredes laterales se convierten en muros
cada vez más altos. El ruido del agua aumenta. Se acercan a una pequeña
cascada. Raquel y su hermano entienden la maniobra que les obligan a hacer sus
amigos. Un poco más arriba hay un enorme pino caído que une las dos orillas.
Unas ensordecedoras
grajillas pasan por encima de los amigos avisándoles que el Sol se está
escondiendo. Los cuatro amigos están cansados, han remontado el río bastantes
kilómetros. Muchas horas de mal camino sorteando troncos, ramas y rocas, que empiezan
a pesar en las piernas, en el estómago y en el cerebro.
Se escuchan maullidos
de los mochuelos que empiezan a salir de sus escondites. La incipiente oscuridad
se une a la dificultad del avance.
Ricardo se separa de
sus amigos, se acerca al alto muro y observa lo que parece una abertura en la
pared a unos tres metros de altura, relativamente fácil de alcanzar si bien tendrían
que escalar un poco. Allí podrían resguardarse del frío de la noche y de las
posibles alimañas.
—Chicos, esperadme.
Voy a subir a ese hueco a ver si es suficiente profundo para resguardarnos esta
noche.
Los tres miran a
Ricardo con cara de agotamiento y hambre.
—Vamos todos juntos
—dicen Rosa y Raquel a la vez.
El ascenso no entraña
mucho riesgo, aunque el ultimo metro es algo resbaladizo, pero Ricardo ayuda a
sus compañeros señalándoles los dos escalones que facilitan la entrada a la
oquedad.
Una vez arriba descubren
que están en una ancha repisa que parece profundizar al interior del muro. Es
una cueva, un buen refugio.
Tras una corta
conversación descartan bajar a recoger ramas secas para encender fuego. Podrían
atraer a sus perseguidores, a alguna bestia o visitas indeseadas.
—Con los sacos y la
manta estaremos bien —comenta Ricardo.
Mientras Rosa, Raúl y
Raquel permanecen en la repisa y empiezan a rebuscar en sus zurrones algo de comer.
Ricardo sigue en su afán explorador y se atreve a encender la linterna de
dinamo para adentrarse un poco en el agujero.
A los pocos minutos
vuelve.
—Parece que estamos solos,
aunque me ha parecido ver algunos murciélagos en el techo de la bóveda, pero no
creo que nos molesten si no les molestamos nosotros.
—Vale Ricardo. ¿Por
qué no te sientas con nosotros y comes algo? —comenta Raquel con la boca llena.
Ricardo no la escucha
y sigue mirando hacia la oscuridad del interior de la cueva alumbrada por la
tenue luz de la linterna.
—¡Ricardo! —grita
Raúl.
El chico vuelve en sí.
—Perdonad… estaba
pensando… hay algo extraño aquí. Unos pocos metros más adelante, el suelo está
totalmente liso. He palpado las paredes y también parecen pulidas. En esa zona,
la pared tiene unos soportes… algo como para colocar algunas teas…
LA VERDAD
Desde la entrada de
la cueva, Raquel mira la Luna en lo alto del cielo. Ya empieza a perder ese
redondo perfecto que ha lucido estos días pasados en su fase de plenitud. Gira
la vista al horizonte, por donde se pierde el curso del río, allí aparece el
rojo anaranjado no tan brillante como ayer. La fiesta se interrumpe poco antes
de que todo se vuelva azul. Aparecen unas veloces nubes de un gris oscuro que
no presagian nada bueno, aunque no llegan a tapar al naciente Sol no tardarán
en cubrirlo en cuanto ascienda. El olor a tierra mojada ya se percibe. Se ven
algunos rayos lejanos acompañados por truenos tardíos. Se prepara una buena
tormenta. Raquel vuelve la cabeza al interior de la cueva, hoy no va a ser un
buen día.
Observa a su hermano
y sus dos amigos. Todavía duermen, aunque ya comienzan a moverse.
Un rayo ilumina el
exterior y un trueno retumba muy cerca. Se acabó el dormir. El agua suena con
fuerza al caer contra las rocas. Los tres amigos se incorporan. No hablan,
todavía están un poco confusos. Con algo de torpeza comienzan a doblar los
sacos de dormir y las mantas. En el exterior ha vuelto la oscuridad y los
goterones se transforman en bolas de hielo.
—Vaya parece que vamos
a tener que esperar —comenta Ricardo viendo como rebotan las bolas de hielo en la
repisa.
—¡Parecen
huevos! —dice Rosa alejándose de la entrada de la cueva.
—Pues aprovechemos
para desayunar —dice Raúl.
Una preocupada Raquel
les advierte.
—Vamos a tener que
racionar comida, no podremos salir en unas cuantas horas y solo nos queda
comida para hoy, como mucho.
—Tampoco nos
preocupemos. Tenemos agua en abundancia gracias al río y no creo que nos falten
las bayas, ni las moras y me pareció ver unos cuantos madroños unos metros más
arriba —reflexiona Raúl.
—Y siempre podemos
pescar —añade Ricardo.
La tensión generada
por el comentario de Raquel desaparece. Tienen recursos y no es necesario
preocuparse
Han terminado de
desayunar. Recogen todo a sus mochilas. Ya no graniza, pero la cortina de agua
que se observa desde la entrada es muy densa.
¿Exploramos? —dice
socarrón Ricardo señalando al interior de la cueva.
Capitaneados por
Ricardo “el intrépido” como lo ha bautizado Rosa, llegan a la zona dónde la
rugosidad del terreno y las paredes se transforman. Detienen la marcha.
Los cuatro amigos
iluminan el suelo delante de ellos. Alejan el foco de las linternas hacia adelante,
hacia el techo y hacia la pared en movimientos algo espasmódicos.
—¡Guau! Esto no es
muy normal —comenta Raúl con la boca abierta.
Raquel es la primera en recuperarse del
asombro.
—Fijaos parece
cristal y en las paredes están esas pequeñas plataformas que nos comentaba ayer
Ricardo.
Precisamente Ricardo
no escucha y se ha adelantado unos metros y se detiene.
—¡Eh! ¡Venid! —grita entusiasmado.
Con prudencia, por el
miedo a resbalarse en ese suelo tan liso, se acercan al lugar que Ricardo está
alumbrando.
—Parece una puerta
—dice Rosa.
—Mira a este lado
—apunta Ricardo desplazando el haz de su linterna.
—¡Que extraños
círculos de colores! —señala Raúl.
Raquel se adelanta y,
sin saber por qué, toca el blanco. Las pequeñas plataformas de las paredes se
convierten en una potente luz que se dirige al techo y el suelo también se
ilumina algo más tenue.
Los cuatro amigos
caen de culo al suelo presos de un enorme susto. Están rodeados de luz en un
lugar que debía estar oscuro.
—Sí, esto no es normal
—dice Rosa incorporándose sacudiéndose la ropa.
Ricardo vuelve a los
círculos de colores y toca el rojo. Todo vuelve a la oscuridad.
—¡Vaya! —dice
divertido.
Vuelve a pulsar el blanco
y vuelve la luz.
Los cuatro amigos sonríen
y se miran. Sus corazones siguen altos de pulsaciones.
—Nos falta por pulsar
el verde —tartamudea Raúl— ¿Quién se atreve?
Raquel es la elegida
con la mirada de sus compañeros y ejecuta la petición.
Un ligero ruido y una
vibración se percibe en el suelo. Lo que parecía una puerta se desplaza a la
derecha dando acceso a una pequeña sala circular iluminada con una tenue luz
anaranjada.
Algo temerosos
acceden al interior. Tras ellos la puerta se cierra y sus corazones se desbocan.
Un rayo verde
desciende del techo hacia el suelo. La representación de un anciano se
materializa. Los chicos quieren huir, pero no hay dónde.
Se desploman con los
ojos muy abiertos repletos de lágrimas y mocos azules.
CONTROL
En la Sala Reverencial
La gran sala diáfana está
dispuesta en un gran círculo y ligeramente clareada por una luz magmática en su
centro. Los Reverendos Protectores ocupan su lugar en el círculo, dejando un
espacio libre en la parte superior.
Son la casta de sabios
que durante muchas lunas han conseguido hacer evolucionar a las tribus nómadas
dispersas, primero en un clan, más tarde a una tribu, y hoy a casi un pueblo
con una organización social y económica muy avanzada. El ancestro mitológico
sigue presente en la sociedad y ha sido utilizado por los Reverendos como
mecanismo de control, aunque poco a poco los habitantes van dejando de respetarlo
ante la ausencia de hechos relevantes que avalen su presencia y sus maléficos poderes.
Conscientes de esa
situación y no siendo posible una reprogramación de toda la sociedad los
Reverendos realizaron un experimento.
El método científico
los reúne para la toma de decisiones ante el inminente fracaso.
Rocío, Rodolfo,
Rodrigo, Román, Roque, Regina, Rosalía y Rebeca dirigen su mirada al recién
llegado Rafael.
Con la parsimonia de
la mente reflexiva líder, Rafael ocupa su espacio en el circulo y, sin preámbulos,
toma la palabra
—El Proyecto “R” peligra.
Los cuatro jóvenes “erres” están a punto de descubrir los orígenes de nuestra
misión y esto puede provocar una revolución no programada de los “no erres” y
por tanto podemos perder el control del reinicio.
Las visiones de los jóvenes “erres” han
activado sus algoritmos de lógica como la adrenalina activa a los “no erres”.
Sus cerebros se han corrompido y no es posible reprogramarlos. El experimento
“libre albedrío 1.0” ha fracasado.
Todos asienten.
Cierran los ojos y unen sus manos. La luz magmática aumenta su intensidad
uniendo todos los círculos.
Juntos vociferan:
—Desactivación y
destrucción.
EPÍLOGO.
Un fantasmal anciano
aparece tras un rayo verde y habla:
—Bienvenidos. Ya no
soy real, no os asustéis. Soy la proyección de lo que queda del último reducto
de resistencia en el año 2312 de nuestra era. No hay nadie más y yo pronto me
iré. Por favor, escuchad mi mensaje, un mensaje del pasado con la verdad sobre
vuestro futuro. —El anciano se calla unos instantes para toser con estruendo.
—En el año 2152
sufrimos las peores pandemias de nuestra existencia que supusieron una drástica
reducción de la población mundial. Tuvimos un parón tecnológico que duró cien
años. Cien años de lucha contra los enemigos más poderosos que jamas
existieron. —Vuelve a toser. Parece que las palabras le cuestan salir de su
boca. Continúa.
—Cuando conseguimos controlar
a esos virus, quisimos mejorar nuestras vidas creando una herramienta que nos
ayudará a ello. Así creamos a los “R”, les dimos nuestra apariencia, los
dotamos de autoaprendizaje y los programamos con una sola misión: el cuidado de
la humanidad. —Silencio. La mirada del anciano se pierde en algo lejano. De sus ojos afloran lágrimas que no llegan a caer.
—Fue maravilloso.
Nuestra evolución tecnológica volvió a la normalidad. Volvimos a recuperar
nuestros planes de terraformación de Marte y a preparar el éxodo al planeta
rojo. Empezamos a construir naves enormes que transportarían a parte de la
población, algunos no querrían marcharse y otros… bueno eso es otra historia. Nuestro
planeta había entrado en una situación prácticamente irreversible. El
calentamiento global y el cambio climático estaban convirtiendo nuestro hogar
en un infierno en menos de doscientos años. —Más toses obligan al anciano a
detener el discurso unos instantes.
—Los “R” nos
ayudaron. Analizaron la situación y nos ayudaron. Vaya si lo hicieron. Sus
algoritmos dieron con la solución a su misión, el cuidado de la humanidad
pasaba por la supervivencia de la especie y del planeta. Decidieron diezmarnos
a niveles mínimos para reiniciarnos, por nuestro bien, eso dijeron.—El anciano
desaparece.
Las paredes de la
redondeada sala se convierten en una pantalla repleta de imágenes y gritos de
pánico de personas huyendo en la semioscuridad rodeadas de haces de luz roja,
explosiones de todos los colores y sangre, mucha sangre. Un cielo lleno de pequeños
artefactos escupiendo rayos de muerte hacia un suelo saturado de cuerpos
inertes mezclados con restos de edificios, que son pisoteadas por los que
luchan por sobrevivir unos pocos segundos.
Las imágenes desaparecen
y el anciano vuelve retomando su discurso casi gritando.
—Los “R” redujeron la humanidad al límite de
la supervivencia, nos dejaron sin el conocimiento y la tecnología, pero no
pudieron eliminar nuestra fuerza más importante, nuestro cerebro.
La próxima “R” será
la de la REVOLUCIÓN. Salid del silo y predicad la verdad, sin violencia. Usad la
fuerza de la palabra, esa será nuestra ventaja. Adiós y suerte.
La imagen del anciano
se desvanece. La puerta se abre. Los cuatro amigos se miran y asienten. María,
José, Eva y Adán, tienen una misión. Dejan atrás la sala y a los cuatro cuerpos
que yacen en el suelo bañados en un líquido azul.
FIN, o mejor… REINICIO