Bendita
confusión
Junto a la soledad y la noche, me doy un frío paseo
por mi nuevo pueblo.
Se oyen villancicos y sonidos navideños cerca del
centro. Intento no hacer caso a la llamada, pero mis pies no me hacen caso y ya
estoy en el Ayuntamiento. Desde las escaleras observo que están montando un
belén. La plaza rebosa de abrigadas risas y cánticos que se mezclan con el vaho
invernal. Niños, papás y mamás, alejan sus preocupaciones y viven la felicidad
de la Navidad en familia.
El escalofrío es profundo. Las lágrimas rebasan el
límite de los párpados venciendo la resistencia de mis deseos de no llorar.
Un niño captura mis ojos tristes, se acerca y su
guante, rojo y verde, coge mi mano y me dice:
—No llores, te ayudaré a encontrar a tu mamá.
El corazón siempre duele
—¿Agente Frías?
—Sí, soy yo.
—Le llamo del hospital. Siento comunicarle que su
madre ha fallecido hace unos minutos.
—… Gracias, señorita. —El teléfono se desliza por la
barbilla de Gabriel y cae al suelo.
Sin parpadear siquiera, se levanta de la mesa
dejando los archivos y carpetas. Se
mete en el baño y abre el grifo del agua fría. El agua se mezcla con sus lágrimas.
Ha conseguido vestirse y asearse mínimamente. Sale a
la calle y no quiere coger el coche.
“Andar me hará bien. El hospital no está lejos”.
Piensa Gabriel.
Mientras camina hacia al centro de Badalona, el frío
se le introduce en el interior de la gabardina. Se detiene a colocarse la
bufanda, esa que le regalo su madre, y no puede reprimir las lágrimas. Al
intentar sacar el pañuelo del bolsillo palpa su arma y las esposas.
En unos de los bancos del parque, tres tipos están
dando una paliza a uno de los mendigos que duermen allí. Gabriel no duda en
correr hacía ellos, pistola en mano. Grita y dispara dos veces al aire,
suficiente para que los agresores huyan.
—¡Cabrones! —dice Gabriel, mientras desiste de
perseguirlos.
Da la vuelta hacia el inmóvil mendigo. “Por favor,
más muertes no” —Piensa Gabriel.
Se agacha. El mendigo está con los ojos abiertos,
llorando y con una mueca de dolor. Cuando las miradas de los dos hombres se
cruzan, el mendigo sonríe y le dice:
—Gracias. Tu madre estará contenta de tener un hijo
tan bueno.
Lo ayuda a levantarse.
—Tal vez, pero murió esta madrugada.
El mendigo, todavía incorporándose, le habla:
—Todo tiene remedio. ¡Ve con ella!
Gabriel cae al suelo con las manos en el pecho
buscando detener los borbotones de sangre que salen de su corazón.
Recuerdos del pasado cercano
Las muestras
de sangre llegaron según lo previsto. Los militares no tenían intención de
marcharse. Firmes y en silencio, con la mirada perdida al frente. Esperaban el
resultado de mis pruebas.
Coloqué una
muestra en la batidora y otra en el microscopio. El resto lo puse en la nevera,
mientras José enfocaba la pantalla en la que visualizaríamos la sangre del
microscopio.
—¡Qué raro!
—José lo ha visto tan rápido como yo. —¡Las defensas han desaparecido!
Los soldados
seguían tan tiesos como antes, pero gotas de sudor se deslizaban por sus
sienes.
—¿Algo qué
decir, muchachos? —dije sin mucha convicción.
No me
contestaron.
Aparecieron
las ratas y corrimos. Corrimos hacia los coches, esquivando el río de ratas que
aparecía por todos lados. Las tapas de las alcantarillas saltaban por los aires
y como una cascada fluían las repugnantes ratas. Desde el coche en marcha,
observé como uno de los soldados cayó al suelo y, rápidamente, fue cubierto por
una colcha negra y peluda que se tiño de rojo con rapidez. Las ratas se
alejaron rápidamente hacia el otro soldado que se había quedado paralizado y,
desde los pies hasta la cabeza fue invadido por la misma horda. Arranqué el
coche y me detuve. José no estaba conmigo. Lo busqué con la mirada y solo distinguí
jirones de su bata. Volví a mover el coche y vi como uno de los soldados se
levantaba del suelo. Lleno de sangre se dirigía hacia el coche. Las ruedas
chirriaron tan fuerte como mis gritos y sollozos.
Recuerdos.
Encerrada en
casa. Escuchando los golpes en la puerta y ventanas. Escondida en el sótano sin
moverme, sin hacer ruido con el corazón paralizado.
“Me escuece,
me duele, sangro… ¡No quiero convertirme en uno de ellos!”
Mortal Game
Luego, cruzó el pasillo, bajó al sótano y mató al prisionero. Así terminó la historia... no, no todavía. El reo vuelve a levantarse sonriendo. John se asusta y vacía el cargador de su arma en el estomago del soldado.
—Vuelve a levantarte si eres capaz, maldito.
Las estruendosas carcajadas que inundan la celda cesan súbitamente. Lentamente el muerto mueve la cabeza. John recibe la maligna mirada, su corazón se acelera, la respiración se agita, el soldado se levanta y se aproxima a su ejecutor. John se ahoga. Lo sabe, lo nota, el infarto es inminente.
Una voz lejana grita.
—Está al borde del colapso, ¡desconectadlo!
El Salvador
Salvador, parte con su embarcación. No debería salir
del puerto ya que la borrasca está alcanzando la costa, pero las deudas
familiares nublan la realidad y su raciocinio.
Ya en proa, se
encasqueta la gorra para proteger los pocos cabellos blancos que ondean al
viento. Su espalda cruje, igual que los goznes herrumbrosos de la puerta de su
camarote, al agacharse para recoger el viejo cabo. Se incorpora y las secas
arrugas de su cara se convierten en riachuelos con las primeras gotas de
lluvia. La humedad y el frío penetran en sus huesos dificultando sus
movimientos, pero él levanta su cabeza mirando, sin ver, al horizonte.
Inspira todo lo profundo que le permiten sus castigados pulmones, pasa su lengua por los labios y se dispone a luchar por su familia sin ser consciente que se marcha para no volver.
Inspira todo lo profundo que le permiten sus castigados pulmones, pasa su lengua por los labios y se dispone a luchar por su familia sin ser consciente que se marcha para no volver.
Conexión
Nada es comparable al día en el que conectas a tu hijo
con la vida. Desgraciadamente también presenciaré su desconexión con ella. Se
me encoge el alma, una madre nunca debería ver morir a su hijo.
Sigo a su lado, en
la habitación del hospital. Ni siquiera me salen las lágrimas.
Me habla de sus dolores y del inútil tratamiento que no mitiga su padecimiento.
—Mamá… es lo mismo que cuando llenas un vaso de agua… hasta que se desborda. La cantidad de agua en el vaso… no varía por mucha… que sigas echando.
Todavía es capaz de expresarse con cierta lucidez. Sigue esforzándose para no mostrarme su sufrimiento. Intenta controlar lo incontrolable.
Saca a relucir el mal carácter, ése que la enfermedad le ha regalado en los últimos meses:
—¡Vosotros no tenéis ni puta idea de lo que es el dolor! —Grita como un poseso.
A los pocos segundos me mira y sonríe:
—Excepto tú, mamá, tú que has pasado por lo mismo. Te quiero.
Me habla de sus dolores y del inútil tratamiento que no mitiga su padecimiento.
—Mamá… es lo mismo que cuando llenas un vaso de agua… hasta que se desborda. La cantidad de agua en el vaso… no varía por mucha… que sigas echando.
Todavía es capaz de expresarse con cierta lucidez. Sigue esforzándose para no mostrarme su sufrimiento. Intenta controlar lo incontrolable.
Saca a relucir el mal carácter, ése que la enfermedad le ha regalado en los últimos meses:
—¡Vosotros no tenéis ni puta idea de lo que es el dolor! —Grita como un poseso.
A los pocos segundos me mira y sonríe:
—Excepto tú, mamá, tú que has pasado por lo mismo. Te quiero.
Lucha contra sus ojos que quieren cerrarse y obligarle
a descansar. Pierde.
Pronto dejará de sufrir y estaremos juntos otra vez.
Pronto dejará de sufrir y estaremos juntos otra vez.
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