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sábado, 6 de septiembre de 2014

SEPTIEMBRE, 2014. EL COMIENZO DEL FIN



El camino a casa es corto pero la oscuridad, la fina lluvia y la borrachera lo convierten en difícil y tortuoso.
Tropiezo y casi me rompo la crisma en la caída. El incidente me ha despejado ligeramente la cabeza, lo suficiente para recordar algunas escenas de la fiesta que Blanca organizó en su casa. Nada extraordinario, lo esperado: risas; reencuentros; proposiciones sexuales y mucho alcohol, todo dentro de la normalidad… excepto el extraño desconocido que me presentaron. Tenía las manos calientes cuando me saludó y sudaba en exceso. Seguramente era africano, con esa piel tan oscura, el pelo cortito y ordenado, los labios carnosos y los blancos dientes en su sonrisa. Su mirada penetraba en mí y me sentía desnuda… me dan escalofríos al recordar la conversación:
—Encantado de conocer a la mujer más bella de la fiesta.—Sonreía mientras estrechó mi mano. Desconozco la razón pero su mano transfería una humedad ardiente y repulsiva.
—Igualmente, señor.—A pesar de mi intento de ser educada un mohín delató mi incomodidad. Pero él no se dio por aludido e insistió.
—En otras circunstancias la secuestraría y nos casaríamos inmediatamente.—Seguía sonriendo a pesar de la barbaridad que acababa de decir. La barbaridad del poderoso que puede decir lo que le venga en gana sin temor ninguno.
—En nuestro país eso es un delito. Buenas noches. —Se notó que estaba alterada pero no me importó. La conversación se terminó. Observe su cara, sus dientes blancos con esa desagradable sonrisa perenne y me fui. Aún tuve tiempo de escuchar la última frase que pronunció, mientras corría al baño a lavarme las manos:
—Todo puede cambiar antes de que nos demos cuenta… aunque nos opongamos.
Esa frase quedó en mi mente durante la fiesta, ni el alcohol fue capaz de hacerla desaparecer. No volví a acercarme a ese tipo y cada vez que él se aproximaba, yo huía hacia otros invitados. Toda la noche me sentí perseguida por su mirada. Me veía con un saco negro en la cabeza, arrastrada por sus fornidos guardaespaldas e introducida en el maletero de un coche…

Un repentino calor en mi nuca pone mis sentidos en alerta. Giro bruscamente y un gato corre. Nada más, aunque me siento observada… ¡maldito porro!
Mi corazón está acelerado. Cualquier ruido altera mis nervios.
Otra vez. Ahora son pasos apresurados que retumban en el callejón. No hay equívoco, vienen en mi dirección. Ha sido una locura ir sola a estas horas. Una voz aparece antes que el rostro.
—¿Se encuentra bien, señorita?—Un traje azul, casi tan oscuro como la noche, se hace visible.
—Sí, agente. —Me mira con una mezcla de descaro y preocupación.
—¡Pero está sangrando en la frente, su falda parece rasgada y su camisa sucia!
Observo su cara, un policía joven de apoyo nocturno. Intento restarle importancia a la situación que se ha creado en su mente, parece más asustado que yo.
—No pasa nada, agente. Me caí dos manzanas más atrás. Vengo de una fies…
—¿La fiesta de Blanca Cuesta? — Su rostro se relaja.
—Efectivamente, y estoy un poco… —El inoportuno estornudo salpica al policía.
—Bebida —comenta mientras se limpia la cara con la manga—. ¿Quiere que le acompañe a casa?
—Muchas gracias, agente —alzo la mano y señalo con el dedo—, me temo que acabo de llegar.
—Buenas noches, señorita. Estaré cerca por si me necesita—Qué descaro, se insinúa sin cortarse un pelo.
—Buenas noches, agente. Gracias por preocuparse.
Tres escalones y por fin llegaré a casa.
Al introducir la llave, una sombra alargada recortada contra la luz de la farola se mueve, durante un confuso instante mi sangre hierve. Enfoco bien la vista pero no se ve nada. ¡Maldito porro!

La ducha mitiga el repentino dolor de cabeza. A pesar del jabón y del refregón que le he dado a mis manos persiste la sensación de ardor.
El baño comienza a girar. Consigo arrodillarme y sujetarme a la taza del wáter. Allí regurgito el contenido de mi estomago. Me quedo flotando con la mente vacía; sudando; desconectando; en el suelo, sin sentido.

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Un nuevo sábado ha llegado. El dolor de cabeza y las náuseas no han desaparecido en toda la semana, día a día se han incrementado. He tenido resacas memorables pero esta es perpetua. Mi cabeza va a estallar. Estoy muy débil y apática. Me duele todo el cuerpo y, además, tengo diarrea. Afortunadamente conseguí cambiar la guardia en el hospital y este fin de semana no trabajaré. Cojo una botella de agua y un vaso camino de la cama.

El despertador retumba en mi cabeza… No, no, es el teléfono. Intento incorporarme luchando contra los dolores y el ardor de cabeza. Vuelvo a caer en la cama. Toso y parece que mi pecho es perforado por miles de cuchillos. El teléfono deja de sonar.
Consigo abrir el cajón de la mesilla, después de tirar la lámpara, cojo la caja de ibuprofeno, me hago con dos pastillas, las meto en la boca y me bebo todo el vaso de agua. Me encuentro más aliviada. El agua ha calmado la sed que ignoraba tener. La habitación se mueve y vuelven las arcadas. Debo tener fiebre. Me vuelvo a dormir en contra de mi voluntad. Con los ojos cerrados me rasco el brazo izquierdo. Ahora me escuece y mi mano se moja. Entreabro los ojos, parece sangre. La vista se desenfoca. No puedo mantenerme despierta. Vienen recuerdos:


El hombre negro, africano… recuerdo que le llamaron Teodorín, para diferenciarle de su padre, el dictador guineano Obiang. Sonreía, decía estar contento de haber podido huir de su país, de llegar a la civilización, de dejar atrás al temible virus que había matado a muchas personas… Maldito Teodorín, maldito agente patógeno…