Un
rayo de sol me da en los ojos…
—¡Mierda,
el despertador no ha sonado!
Me
incorporo de la cama, con el extra de agilidad que provoca la situación. En la
mesilla, el reloj está apagado.
—Vaya,
se ha ido la luz.
Intento
localizar el móvil palpando en la mesilla. Al rozarlo se activa la pantalla,
son las 8’33. Está sin cobertura y con poca batería.
Se
escucha un extraño silencio. Mecánicamente me pongo las zapatillas y me dirijo
al baño, acciono el interruptor de la luz y no funciona. Vuelvo sobre mis pasos
y, a tientas, levanto la persiana. A pesar de tener los ojos bien abiertos, la
grisácea luz no me daña a la vista.
Tengo
sed. Voy a la cocina y abro el grifo. Empieza a salir agua y… se acaba.
Imposible asearse.
—Joder
con el pueblo, ni luz, ni agua…
La
presión en la vejiga me recuerda que debo ir al baño. El silencio se rompe por
mi meada.
Regreso
a la cama y cojo el teléfono, sigue sin cobertura.
—No
puedo avisar a mis compañeros, ni a Raquel.
Me
visto y bebo los restos del frío café del día anterior.
Cierro
de un portazo y salgo a la calle.
Mis
ojos se van al cielo para observar al borroso Sol.
Me
esfuerzo por escuchar. No se oyen
pájaros; ladridos; ni personas, andando o hablando; ni niños corriendo; ni
coches; ni aviones…
El
aire entra en mi pecho rascando las paredes de los pulmones, como aquella vez
que subí al Teide. Siento una ligera presión en las orejas y en la nuca.
Empiezo a sudar.
—Qué raro, la temperatura no es alta, todo lo contrario.
—Qué raro, la temperatura no es alta, todo lo contrario.
El
coche no abre con el mando a distancia, tampoco al accionar la manecilla a
pesar de estar justo al lado. Miro a derecha y a izquierda, no hay nadie. Sigo
sudando y me siento cansado. Mi cerebro parece que todavía no se ha espabilado.
—Espero
que el día termine mejor de cómo ha empezado.
Extraigo
la llave que está embutida en el mando y abro el coche a la antigua usanza.
Acciono el contacto y el coche ni se entera.
—Dios
mío, … no puede ser, pero ¿qué pasa?
Salgo
del coche y corro hacia la carretera. Paso por delante del supermercado y está
cerrado; la residencia de ancianos no tiene las puertas abiertas; el bar de
Manolo no tiene subida la persiana y los chinos también parecen cerrados…
—¿Los
chinos cerrados? Ni en el día del juicio final cerrarían.
Me
detengo. Me limpio el sudor con la manga del jersey y respiro intentando
recuperarme. Saco el teléfono de mi bolsillo. Sigue sin cobertura.
Desde
el alto de la calle observo la carretera. La M-501 es una carretera transitada,
y más a estas horas, hoy no. Ni un solo vehículo, ni sonido de que se aproxime
alguno.
—Es
como una pesadilla, … no puede ser.
A
lo lejos, posiblemente a un par de kilómetros, parece que un coche blanco está
detenido en el carril derecho, ligeramente cruzado. Bajo la calle corriendo
hacia la vía de servicio.
Las
lluvias han dejado a la vía de servicio como un fangal y se hace difícil andar
por ella, pero más difícil es saltar la valla metálica que separa la vía de la
carretera. A pesar de que mis zapatos parecen pegarse al camino, corro con la
pereza que me obliga el extraño cansancio.
El
coche ya se ha hecho más grande a la vista. Todas las puertas parecen cerradas
y ni siquiera está señalizado el accidente.
No
aparece ningún otro coche. Como si estuviera cortada la carretera en ambos
sentidos.
—Todo
esto me recuerda a una catástrofe peliculera en la que se ha evacuado a todo el
mundo.
Llego
a la altura del coche, pero la valla de acceso a la autovía me impide
acercarme. Me inclino ligeramente, flexiono las rodillas y pongo mis manos en
ellas.
—Tengo
que ponerme en forma. Mi cuerpo expulsa agua como si lloviera hacia fuera, es
bestial.
Recupero
la verticalidad y miro hacia todos lados. Nadie ni nada que me aleje de la
soledad.
No
puedo romper la valla y mi agilidad para trepar y saltar se perdió hace años.
Tras
una vista rápida, veo una pequeña cavidad entre la valla y el fangoso suelo.
El
desnivel del terreno me ayudará.
—Joder,
me va a tocar hacer la lagartija.
Con
la espalda en el suelo, consigo meter la cabeza por el hueco. Ayudado por las
manos, empujo la valla y el resto del cuerpo se desliza sobre el barro hasta
pasar al otro lado.
Me
levanto, me sacudo ligeramente, aunque solo sirva para mancharme más las manos.
Salto
el quitamiedos y voy hacia el coche.
La
puerta del conductor no está cerrada del todo. En el asiento del copiloto hay
un bolso, una mochila infantil del colegio, unas galletas y una botella de
agua.
Miro
alrededor buscando algún signo de presencia humana o señal de que alguien ha
estado por aquí. Ni rastro. Intento no ponerme más nervioso y razonar.
—Han
debido marcharse precipitadamente… no lo entiendo, no se han llevado ni el
bolso.
Abro
la puerta del copiloto y cojo el agua y las galletas.
—Supongo
que no las necesitaréis… espero que estéis bien.
El
miedo ha explotado en forma de escalofríos y temblores. Sigo sudando muchísimo,
pero el silencio es helador. Saco el teléfono del bolsillo del pantalón. Sigue
sin cobertura.
La
vista se detiene en el poste del kilometraje de la autovía. Kilómetro
diecinueve setecientos, a casi diecisiete de mis hijos y exmujer.
Una
convulsión me hace perder el equilibrio y caigo al suelo. Me incorporo. Miro al
cielo, ligeramente rojizo, parece que va a nevar.
En
mi retina aparecen unos dígitos, como un reloj, 02:59:59; 02:59:58; 02:59:57…
—¿Qué
está pasando?
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