Os dejo con el finalista del I concurso de Relatos cortos de Ciencia Ficción, con el tema Distopía.
Concentra
toda su atención. La mira, y siente como le devuelve la mirada. Una gota de
sudor frío recorre su frente, esquiva perezosamente su ceja y deja un húmedo
rastro por toda su sien. Baja por su mejilla derecha y se desliza hacia la barbilla,
punto en el que deja de ser gota. Hay tensión.
Subido
a la silla, se estira para alcanzar la jarra de galletas, que apenas sobresale
de la repisa. Su madre la ha dejado allí esperando hacerla pasar desapercibida,
pero nada escapa a la aguda mirada del muchacho. El chaval se detiene por un
momento a escuchar: la televisión sigue encendida en el cuarto de estar, no lo
van a pillar, se siente tranquilo, está confiado. Termina de estirarse,
estirarse cuan largo es, desde la punta de los pies a la punta de los dedos de
las manos, y alcanza el recipiente de vidrio, que previsiblemente acaba
impactando en el suelo con resultado sonoro y extensivo. Aparece la madre,
hecha una furia. Levanta al niño del suelo, que también había caído, aunque con
resultado menos sonoro y por suerte, no extensivo. Le grita (con razón) y lo
manda para su cuarto. El niño, llorando (con razón también), baja por las
escaleras hacia el nivel inferior y entra en su cuarto. Se descalza y se sube a
la cama, que no es muy alta; se sienta, acurrucado, contra la pared. Entre
sollozo y sollozo se seca los mocos con la manga de su camiseta, pero apenas lo
consigue, porque es de manga corta. Se mira las manos y las rodillas
magulladas, y se toca con cuidado las heridas. Escuecen. Cuando las vuelve a
tocar, escuecen menos, y parece que ya se le está pasando la llorera. Cuando
calla, escucha, y la televisión en el piso de arriba sigue encendida.
Pasa
un rato (corto). El volumen de la televisión aumenta de manera considerable,
posiblemente por los anuncios, piensa el niño. La madre baja el volumen. El
murmullo continúa.
Pasa
un rato (algo más largo esta vez). Vuelve a entrar la programación y el niño
deja de oír nada. La madre sube el volumen. El murmullo continúa.
Pasa
un rato (corto de nuevo). El muchacho,
calmado, reúne el coraje suficiente para levantar la cabeza de entre sus
rodillas, y se dispone a incorporarse. Las fluorescentes de la pequeña estancia
vacilan por un momento, y una de ellas se funde; el chaval conoce la situación, así que se
acurruca de nuevo contra la pared contando los segundos: uno, dos, tr-
Una
fuerte sacudida hace caer cascotes del techo, y la fluorescente superviviente
sigue los pasos de su compañera. La habitación se queda a oscuras. Nuestro
protagonista avanza ahora a tientas por la habitación, buscando algo, al
parecer. Súbitamente, profiere un poderoso grito en agonía, y se frota
enérgicamente el dedo meñique del pie: se da cuenta de por qué su madre le
regaña siempre que va descalzo por casa. Cuando pasa el dolor, continúa avanzando,
con más cautela esta vez; las esquinas de los armarios son más peligrosas que
los cascotes, piensa. Por fin, encuentra la caja que andaba buscando encima de
la mesa camilla. La lleva hasta la cama, no sin esfuerzo, pues la metálica caja
es harto pesada, y la abre. Rebusca en su interior y de entre las baratijas,
bagatelas y pequeños tesoros saca una linterna. La prueba, y por suerte, aún
funciona.
Alumbra
el suelo, y a primera vista no encuentra sus zapatillas. Se asoma por el borde de
la cama, y ve una que sobresale de entre los faldones de las mantas. Baja y se
la pone, pero sigue sin encontrar la otra. Ni debajo de la cama. Bueno, ya
aparecerá, ahora tiene que subir a ver cómo está Mamá. Esquivando los cascotes,
llega hasta la puerta sin demasiado problema. Empuja, pero la puerta no se abre
lo suficiente; los cascotes del otro lado la obstruyen. Maldice en su fuero
interno, aunque desde luego no con la típica y gastada exclamación con la que
algún adulto cualquiera lo hubiera hecho; como no podría ser de otra manera,
porque un niño con esa edad no debería de versarse en maldiciones exclamativas.
Pero bueno, lo importante es que
maldice. Llama a su madre, y escucha.
No
escucha nada. Sospecha.
Vuelve
a llamar. Escucha, y sigue sin escucharse nada. Y entiende.
Ahora,
entiende; y llora. Llora, llora llora. Y vuelve a llorar otra vez, no acaba; no
puede acabar. Vuelve a su cama deprisa y sollozando; esta vez le traen sin
cuidado los cascotes. Y los trozos de fluorescente esparcidos por el suelo. Y la caja de plomo, y la linterna. Y la casa.
Y las bombas, con sus pulsos EM: Y la guerra.
Pero, sobre todo, y la jarra de galletas.
Lejos
de allí, otro niño concentra toda su atención. La mira, y siente como le
devuelve la mirada. Una gota de sudor frío recorre su frente, esquiva
perezosamente su ceja y…
Digamos
que este niño es un niño con suerte.
Con suerte... por ahora.
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