Os dejo un relato del ganador del I Concurso de Relatos Cortos Ciencia Ficción, con el tema: Distopía.
Mi nombre es William Lynch, y tengo
una misión.
Recuerdo
un pasaje de la antigua Biblia, algo parecido a "La fe mueve
montañas". Hoy, en el año 18 del Triunvirato, la fe lo es todo.
Señor,
solo han pasado dieciocho años desde que esos usurpadores se apoderaron de la
corona de Inglaterra pero aún recuerdo los viejos días del Imperio, aunque
parezca que ha pasado una eternidad.
En el
año de nuestro señor de 1887, la Reina Victoria, durante la celebración del
quincuagésimo aniversario de su regencia, fue asesinada en Buckingham junto con
gran parte de la familia real y varios dignatarios europeos. La bomba,
atribuida por el Parlamento a los remanentes anarquistas de la Internacional,
desencadenó la nefasta cadena de acontecimientos que me han llevado hasta aquí.
Hace
tres horas que dejé atrás mi casa en Bishopgate, cruzando la vieja calle del
Templo de Mitra y abandonando el barrio de Whitechapel. Con dificultad evito
las grandes aglomeraciones de fieles que se dirigen al centro de la ciudad. La
fina lluvia ayuda a no mirar hacia arriba y ver a los Doctores de la Peste en
su incesante vigilia. Como pájaros negros posados en las azoteas, mirando a
través de los oscuros ojos de sus horribles máscaras. Una vez escuché que
antaño fueron médicos que trataban a los enfermos de la muerte negra y los
separaban de aquellos no infectados. Ahora su trabajo es vigilar esta pútrida
ciudad, buscando a los débiles de fe y a los elementos indeseables,
extirpándolos de la sociedad.
Si te
paras a pensar, tampoco han cambiado mucho.
Me
aparto del camino de un elegante carruaje de dos caballos, las ventanas
tintadas me impiden ver el interior, pero el coche decorado en ébano y oro no
lleva cochero que lo guíe. Pertenece a uno de los Magus del Alba Dorada, miembros poderosos de la Orden y portavoces
del Triunvirato. Los caballos relinchan y como espoleados por jinetes
invisibles, doblan a toda velocidad la calle, bordeando el rojo Templo de Kali y
atravesando la explanada del terrible Templo de Dagon.
Atravieso
el Puente de Bastet y dejo atrás el East End, donde ahora habitan la mayoría de
refugiados venidos desde todos los rincones del Imperio. Estas gentes llegadas
de Asia, África y las Américas, trajeron consigo sus cultos y religiones. Y sus
templos desperdigados delimitan los barrios que forman el gueto más indeseable
de la ciudad. La Pequeña Babilonia.
Señor,
cuánto han cambiado las cosas. Solo el recuerdo hace que me estremezca.
Londres,
aquella vetusta dama que alumbraba al mundo ahora ya no existe, la Orden la
rebautizó como la ciudad de Isis, la ciudad de los mil templos. Un nombre impío
para una ciudad maldita.
Mis
pensamientos son interrumpidos por el ensordecedor repique de las campanas de los
templos de toda Isis, y el Big Ben anuncia de forma atronadora la próxima
Oración. Sigo el ejemplo de todos los transeúntes y me detengo en seco. Cruzo
las manos y murmullo el Adonai
Triumviratus. Cerca puedo ver a una niña arrodillada sobre los adoquines de
la Avenida Westcott, su madre la agarra de la mano y rezan juntas con ciego
fervor. Me pone enfermo.
Tuerzo
la vista y miro al Templo de Horus, entono el cántico final junto al coro de
voces que se forma a mí alrededor.
"El
Eloah Elohim".
Señor,
perdona nuestras ofensas, pues estábamos perdidos.
Me
dirijo con seguridad hacia Trafalgar, o como se la llama ahora, la Plaza de los
Serafines.
Cuando
la bomba desató su furia dejó una Inglaterra conmocionada. El resto de la vieja
Europa y las colonias del Imperio se levantaron en armas contra lo poco que
quedaba de Gran Bretaña. Cuando todo ciudadano inglés temeroso de Dios clamó al
unísono por un salvador, ellos se aprovecharon.
Se
hacían llamar la Orden Hermética del Alba Dorada, pero a diferencia de las
demás sociedades secretas que poblaban la capital del Imperio, consiguieron
infiltrarse en las más altas esferas del gobierno, atrayendo a los
parlamentarios con demostraciones de su inmenso poder.
Pues
lo que ellos vendían con lisonjas a los corruptos no eran trucos baratos ni
espiritismo de salón. La Orden había descubierto un secreto inmemorial, había
conseguido despertar una energía latente, más poderosa que el carbón y el
vapor, y más peligrosa que la electricidad. Una energía capaz de cambiar el
plano físico.
Antes
lo conocíamos simplemente como Magia.
Lo
llamaron Pneuma, el aliento vital del todo, la suprema voluntad del propio
universo.
Para
los Tres Templos que conforman la Orden, el nuevo gobierno del Imperio, sólo
hay un tributo irrenunciable, la más absoluta y ciega devoción. Sin la fe, sin
la voluntad de todos los súbditos de Inglaterra, ellos perderían todo su poder.
El gran Motor de Pneuma, el Mandala, sirve de corazón impuro a Isis. Oculto en
algún lugar de la ciudad, bombea voluntad pura extraída de nuestra fe,
directamente hacia los inmortales Maestres Westcott, Mathers y Woodman. Y su
palabra es la ley.
Trato
de calmarme, desde fuera debo parecer agitado y nervioso. Si continúo así, los Doctores
me encerrarían en Bedlam, y todos saben lo que ocurre tras los muros del sanatorio.
Me cuesta un minuto recuperar el aliento y secarme el sudor de la frente,
cobijado bajo el dintel de una farmacia cercana al Templo de Asclepio. Discretamente,
palpo el revólver que llevo oculto en el bolsillo de mi chaqueta, relajando mi
pulso. Y pienso todo lo fríamente que soy capaz en la tarea que me espera.
Hoy
voy a matar a un dios.
Hoy
se celebra el Aniversario del Alba Dorada, hoy es un día especial, hace 18 años
que los ladinos Maestres tomaron el poder y como es tradición, se celebrará en
el Templo de Baphomet la Ceremonia Miraculum,
el Ritual de los Milagros.
En
presencia de los ciudadanos de Isis lo suficientemente afortunados como para
conseguir un asiento en tribuna, llevarán a cabo curación de enfermos,
exorcismo de espíritus, e incluso algunas veces, la sagrada resurrección.
Durante
el Miraculum nadie les protege y
pienso aprovecharlo. Me acercaré todo lo posible, y mirándolos a la cara,
pienso matarlos delante de toda Isis.
Voy a
devolver a esta ciudad maldita al seno del auténtico Dios.
Cruzo
el Templo a codazos y empujones, atraído por el mantra de los Magus. La gente
gruñe y maldice, pero no suena ningún grito hasta que saco el arma. En medio de
un halo de luz ahí están, al alcance de la venganza divina… pero mi mano no
reacciona.
Apunto
el cañón directamente a uno de ellos, pero lo que me devuelve la mirada, si alguna
vez fue humano, dejó de serlo hace ya mucho tiempo. Me mira directamente a los
ojos, en el interior de mi alma, con beatífica indiferencia.
La
luz me invade, una voz formada por el Infinito guía mi mano. Y entiendo lo
equivocado que estaba. Por primera vez siento el calor del amor de un dios.
Escucho
la voz de los Maestres, pues son Uno y Trino, y me ordenan que les obedezca.
Su
orden se vuelve mi deseo, y con creciente regocijo llevo la pistola a mi sien.
Ellos
me hablan y yo obedezco, pues su palabra es la ley.
"El
Eloah Elohim".
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