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martes, 23 de junio de 2015

Galletas autor Iñigo Perez Delgado

Os dejo con el finalista del I concurso de Relatos cortos de Ciencia Ficción, con el tema Distopía.


Concentra toda su atención. La mira, y siente como le devuelve la mirada. Una gota de sudor frío recorre su frente, esquiva perezosamente su ceja y deja un húmedo rastro por toda su sien. Baja por su mejilla derecha y se desliza hacia la barbilla, punto en el que deja de ser gota. Hay tensión.
Subido a la silla, se estira para alcanzar la jarra de galletas, que apenas sobresale de la repisa. Su madre la ha dejado allí esperando hacerla pasar desapercibida, pero nada escapa a la aguda mirada del muchacho. El chaval se detiene por un momento a escuchar: la televisión sigue encendida en el cuarto de estar, no lo van a pillar, se siente tranquilo, está confiado. Termina de estirarse, estirarse cuan largo es, desde la punta de los pies a la punta de los dedos de las manos, y alcanza el recipiente de vidrio, que previsiblemente acaba impactando en el suelo con resultado sonoro y extensivo. Aparece la madre, hecha una furia. Levanta al niño del suelo, que también había caído, aunque con resultado menos sonoro y por suerte, no extensivo. Le grita (con razón) y lo manda para su cuarto. El niño, llorando (con razón también), baja por las escaleras hacia el nivel inferior y entra en su cuarto. Se descalza y se sube a la cama, que no es muy alta; se sienta, acurrucado, contra la pared. Entre sollozo y sollozo se seca los mocos con la manga de su camiseta, pero apenas lo consigue, porque es de manga corta. Se mira las manos y las rodillas magulladas, y se toca con cuidado las heridas. Escuecen. Cuando las vuelve a tocar, escuecen menos, y parece que ya se le está pasando la llorera. Cuando calla, escucha, y la televisión en el piso de arriba sigue encendida. 

Pasa un rato (corto). El volumen de la televisión aumenta de manera considerable, posiblemente por los anuncios, piensa el niño. La madre baja el volumen. El murmullo continúa.
Pasa un rato (algo más largo esta vez). Vuelve a entrar la programación y el niño deja de oír nada. La madre sube el volumen. El murmullo continúa.
Pasa un rato (corto de nuevo).  El muchacho, calmado, reúne el coraje suficiente para levantar la cabeza de entre sus rodillas, y se dispone a incorporarse. Las fluorescentes de la pequeña estancia vacilan por un momento, y una de ellas se funde;  el chaval conoce la situación, así que se acurruca de nuevo contra la pared contando los segundos: uno, dos, tr-
Una fuerte sacudida hace caer cascotes del techo, y la fluorescente superviviente sigue los pasos de su compañera. La habitación se queda a oscuras. Nuestro protagonista avanza ahora a tientas por la habitación, buscando algo, al parecer. Súbitamente, profiere un poderoso grito en agonía, y se frota enérgicamente el dedo meñique del pie: se da cuenta de por qué su madre le regaña siempre que va descalzo por casa. Cuando pasa el dolor, continúa avanzando, con más cautela esta vez; las esquinas de los armarios son más peligrosas que los cascotes, piensa. Por fin, encuentra la caja que andaba buscando encima de la mesa camilla. La lleva hasta la cama, no sin esfuerzo, pues la metálica caja es harto pesada, y la abre. Rebusca en su interior y de entre las baratijas, bagatelas y pequeños tesoros saca una linterna. La prueba, y por suerte, aún funciona.

Alumbra el suelo, y a primera vista no encuentra sus zapatillas. Se asoma por el borde de la cama, y ve una que sobresale de entre los faldones de las mantas. Baja y se la pone, pero sigue sin encontrar la otra. Ni debajo de la cama. Bueno, ya aparecerá, ahora tiene que subir a ver cómo está Mamá. Esquivando los cascotes, llega hasta la puerta sin demasiado problema. Empuja, pero la puerta no se abre lo suficiente; los cascotes del otro lado la obstruyen. Maldice en su fuero interno, aunque desde luego no con la típica y gastada exclamación con la que algún adulto cualquiera lo hubiera hecho; como no podría ser de otra manera, porque un niño con esa edad no debería de versarse en maldiciones exclamativas. Pero bueno,  lo importante es que maldice. Llama a su madre, y escucha.
No escucha nada. Sospecha.
Vuelve a llamar. Escucha, y sigue sin escucharse nada.  Y entiende.
Ahora, entiende; y llora. Llora, llora llora. Y vuelve a llorar otra vez, no acaba; no puede acabar. Vuelve a su cama deprisa y sollozando; esta vez le traen sin cuidado los cascotes. Y los trozos de fluorescente esparcidos por el suelo.  Y la caja de plomo, y la linterna. Y la casa. Y las bombas, con sus pulsos EM: Y la guerra.
 Pero, sobre todo,  y la jarra de galletas.

Lejos de allí, otro niño concentra toda su atención. La mira, y siente como le devuelve la mirada. Una gota de sudor frío recorre su frente, esquiva perezosamente su ceja y…

Digamos que este niño es un niño con suerte. 

martes, 9 de junio de 2015

El Eloah Elohim, Autor Héctor Rodríguez González

Os dejo un relato del ganador del I Concurso de Relatos Cortos Ciencia Ficción, con el tema: Distopía.


Mi nombre es William Lynch, y tengo una misión.
Recuerdo un pasaje de la antigua Biblia, algo parecido a "La fe mueve montañas". Hoy, en el año 18 del Triunvirato, la fe lo es todo.
Señor, solo han pasado dieciocho años desde que esos usurpadores se apoderaron de la corona de Inglaterra pero aún recuerdo los viejos días del Imperio, aunque parezca que ha pasado una eternidad.
En el año de nuestro señor de 1887, la Reina Victoria, durante la celebración del quincuagésimo aniversario de su regencia, fue asesinada en Buckingham junto con gran parte de la familia real y varios dignatarios europeos. La bomba, atribuida por el Parlamento a los remanentes anarquistas de la Internacional, desencadenó la nefasta cadena de acontecimientos que me han llevado hasta aquí.
Hace tres horas que dejé atrás mi casa en Bishopgate, cruzando la vieja calle del Templo de Mitra y abandonando el barrio de Whitechapel. Con dificultad evito las grandes aglomeraciones de fieles que se dirigen al centro de la ciudad. La fina lluvia ayuda a no mirar hacia arriba y ver a los Doctores de la Peste en su incesante vigilia. Como pájaros negros posados en las azoteas, mirando a través de los oscuros ojos de sus horribles máscaras. Una vez escuché que antaño fueron médicos que trataban a los enfermos de la muerte negra y los separaban de aquellos no infectados. Ahora su trabajo es vigilar esta pútrida ciudad, buscando a los débiles de fe y a los elementos indeseables, extirpándolos de la sociedad.
Si te paras a pensar, tampoco han cambiado mucho.
Me aparto del camino de un elegante carruaje de dos caballos, las ventanas tintadas me impiden ver el interior, pero el coche decorado en ébano y oro no lleva cochero que lo guíe. Pertenece a uno de los Magus del Alba Dorada,  miembros poderosos de la Orden y portavoces del Triunvirato. Los caballos relinchan y como espoleados por jinetes invisibles, doblan a toda velocidad la calle, bordeando el rojo Templo de Kali y atravesando la explanada del terrible Templo de Dagon.
Atravieso el Puente de Bastet y dejo atrás el East End, donde ahora habitan la mayoría de refugiados venidos desde todos los rincones del Imperio. Estas gentes llegadas de Asia, África y las Américas, trajeron consigo sus cultos y religiones. Y sus templos desperdigados delimitan los barrios que forman el gueto más indeseable de la ciudad. La Pequeña Babilonia.
Señor, cuánto han cambiado las cosas. Solo el recuerdo hace que me estremezca.
Londres, aquella vetusta dama que alumbraba al mundo ahora ya no existe, la Orden la rebautizó como la ciudad de Isis, la ciudad de los mil templos. Un nombre impío para una ciudad maldita.
Mis pensamientos son interrumpidos por el ensordecedor repique de las campanas de los templos de toda Isis, y el Big Ben anuncia de forma atronadora la próxima Oración. Sigo el ejemplo de todos los transeúntes y me detengo en seco. Cruzo las manos y murmullo el Adonai Triumviratus. Cerca puedo ver a una niña arrodillada sobre los adoquines de la Avenida Westcott, su madre la agarra de la mano y rezan juntas con ciego fervor. Me pone enfermo.
Tuerzo la vista y miro al Templo de Horus, entono el cántico final junto al coro de voces que se forma a mí alrededor.
"El Eloah Elohim".
Señor, perdona nuestras ofensas, pues estábamos perdidos.
Me dirijo con seguridad hacia Trafalgar, o como se la llama ahora, la Plaza de los Serafines.
Cuando la bomba desató su furia dejó una Inglaterra conmocionada. El resto de la vieja Europa y las colonias del Imperio se levantaron en armas contra lo poco que quedaba de Gran Bretaña. Cuando todo ciudadano inglés temeroso de Dios clamó al unísono por un salvador, ellos se aprovecharon.
Se hacían llamar la Orden Hermética del Alba Dorada, pero a diferencia de las demás sociedades secretas que poblaban la capital del Imperio, consiguieron infiltrarse en las más altas esferas del gobierno, atrayendo a los parlamentarios con demostraciones de su inmenso poder.
Pues lo que ellos vendían con lisonjas a los corruptos no eran trucos baratos ni espiritismo de salón. La Orden había descubierto un secreto inmemorial, había conseguido despertar una energía latente, más poderosa que el carbón y el vapor, y más peligrosa que la electricidad. Una energía capaz de cambiar el plano físico.
Antes lo conocíamos simplemente como Magia.
Lo llamaron Pneuma, el aliento vital del todo, la suprema voluntad del propio universo.
Para los Tres Templos que conforman la Orden, el nuevo gobierno del Imperio, sólo hay un tributo irrenunciable, la más absoluta y ciega devoción. Sin la fe, sin la voluntad de todos los súbditos de Inglaterra, ellos perderían todo su poder. El gran Motor de Pneuma, el Mandala, sirve de corazón impuro a Isis. Oculto en algún lugar de la ciudad, bombea voluntad pura extraída de nuestra fe, directamente hacia los inmortales Maestres Westcott, Mathers y Woodman. Y su palabra es la ley.
Trato de calmarme, desde fuera debo parecer agitado y nervioso. Si continúo así, los Doctores me encerrarían en Bedlam, y todos saben lo que ocurre tras los muros del sanatorio. Me cuesta un minuto recuperar el aliento y secarme el sudor de la frente, cobijado bajo el dintel de una farmacia cercana al Templo de Asclepio. Discretamente, palpo el revólver que llevo oculto en el bolsillo de mi chaqueta, relajando mi pulso. Y pienso todo lo fríamente que soy capaz en la tarea que me espera.
Hoy voy a matar a un dios.
Hoy se celebra el Aniversario del Alba Dorada, hoy es un día especial, hace 18 años que los ladinos Maestres tomaron el poder y como es tradición, se celebrará en el Templo de Baphomet la Ceremonia Miraculum, el Ritual de los Milagros.
En presencia de los ciudadanos de Isis lo suficientemente afortunados como para conseguir un asiento en tribuna, llevarán a cabo curación de enfermos, exorcismo de espíritus, e incluso algunas veces, la sagrada resurrección.
Durante el Miraculum nadie les protege y pienso aprovecharlo. Me acercaré todo lo posible, y mirándolos a la cara, pienso matarlos delante de toda Isis.
Voy a devolver a esta ciudad maldita al seno del auténtico Dios.
Cruzo el Templo a codazos y empujones, atraído por el mantra de los Magus. La gente gruñe y maldice, pero no suena ningún grito hasta que saco el arma. En medio de un halo de luz ahí están, al alcance de la venganza divina… pero mi mano no reacciona.
Apunto el cañón directamente a uno de ellos, pero lo que me devuelve la mirada, si alguna vez fue humano, dejó de serlo hace ya mucho tiempo. Me mira directamente a los ojos, en el interior de mi alma, con beatífica indiferencia.
La luz me invade, una voz formada por el Infinito guía mi mano. Y entiendo lo equivocado que estaba. Por primera vez siento el calor del amor de un dios.
Escucho la voz de los Maestres, pues son Uno y Trino, y me ordenan que les obedezca.
Su orden se vuelve mi deseo, y con creciente regocijo llevo la pistola a mi sien.
Ellos me hablan y yo obedezco, pues su palabra es la ley.

"El Eloah Elohim".