El bosque que había
frente a la maltrecha granja, en la que Gregor vivía, era frondoso pero con
escasa caza. Los cultivos que iniciaba, en el terreno circundante a la casa,
tampoco llegaban a cubrir parte de las necesidades alimentarias que precisaba;
pero no había más. En los diseminados núcleos de población las dificultades
todavía eran mayores, aunque pocos se atrevían a vivir como él lo hacía: solo,
y a más de 20 millas
del poblado de su antiguo grupo, llamémosle, militar.
En el lateral del
bosque había un puente que atravesaba un río; cauce que serpenteaba por el
valle y se adentraba entre la densa arboleda.
El día había
amanecido nublado, y la lluvia, caso de producirse, imposibilitaría la caza y
la parca recolecta de frutos silvestres. Esta circunstancia hacía determinante
salir sin dilación; la despensa de Gregor estaba casi vacía y lo que había
plantado todavía tardaría un par de semanas en ser comestible y poderse recoger
para su almacenamiento.
Nada más adentrarse
en el bosque, los gritos de una mujer le alertaron. Su entrenamiento militar no
tardó en aflorar. Tomó una gruesa rama y fue directo hacia donde sonaban las voces
demandando auxilio.
En escasos minutos
había neutralizado a los dos asaltantes.
La joven atacada, de
poco más de veinte años, lo miró y, medio sentada como estaba, retrocedió.
—¡Era preciso
matarlos! —exclamó ella con lágrimas en los ojos y furor en su mirada.
—Desde luego. Eran
merodeadores —concluyó Gregor.
—Y eso le da derecho a matar.
—Después de haberla
violado y, cuanto menos, esclavizado, hubieran acechado la casa esperando
sorprenderme —matizó, tratando de razonar.
—¡No me toque! Y guarde
sus excusas para el “sheriff”.
—¿Qué…? —preguntó
Gregor, casi exclamando y con asombro —. Sé, por mis padres, que antes del
holocausto era quien guardaba el orden, pero de eso hace más de cincuenta años.
Ya no hay “sheriff” —concluyó.
—¿Qué holocausto…?
¿De qué habla? Yo vivo al otro lado del puente, estamos en “Iowa” y en Estados
Unidos no ha habido ningún holocausto —explicó la joven con indignación—.
Llamaré al “sheriff” desde mi casa y él se encargará de todo.
Gregor se limitó a
mirarla con indiferencia. Como ella, no entendía nada, pero calló y la siguió.
La joven, nada más
cruzar el puente se quedó parada, cayó de rodillas y rompió a llorar.
—¡Está destrozada,
Dios mío, está destrozada! —musitó entre lágrimas y sollozos—. ¿Qué ha pasado?
Son las tierras de mis padres, pero no las conozco. Está todo destartalado y
mortecino. Allí teníamos vacas, y en esa zona un cercado con aves de corral
—dijo, señalando.
—No entiendo nada,
señorita, ahí sólo vivo yo, y el entorno lleva muchos años en las mismas
condiciones —dijo Gregor, refiriéndose a la desvencijada casa que había frente
a ellos—. Y el lugar más cercano dónde se administra la ley está a muchas
millas de aquí —comentó con gran condescendencia—. Si no sabe a dónde ir, tiene
mi casa a su disposición —se ofreció—. La patrulla de rurales pasará en dos o
tres días. Puede explicarles lo que ha ocurrido. Pero debo indicarle que, a
quien se le atrapa saqueando o violando, es colgado de inmediato. No hay cárceles
como antaño. La sociedad de antes ya no existe; aunque yo no la he conocido,
nací después de la guerra nuclear.
—¿Qué guerra? ¡Nunca
ha habido una guerra de ese tipo! —expuso, levantando la voz.
—En 1962, la Unión Soviética
instaló armas nucleares en Cuba. El presidente Kennedy trató de evitarlo pero
algo debió de fallar. Una mañana de octubre, los misiles nucleares volaron en
todas las direcciones. Mis padres nunca lograron narrarme con detalle el horror
que se produjo. Siempre que lo recordaban rompían a llorar —explicó Gregor,
manteniendo su aparente calma. Tenía la convicción de que a la joven le ocurría
algo, pero no sabía el qué.
—Es cierto que se
instalaron misiles en Cuba, pero Kennedy presionó para que se desmantelaran
—indicó la joven, corrigiendo la afirmación de su interlocutor—. ¿Tiene un
móvil? —preguntó, aunque, más bien, era una demanda.
—¿Un qué?
—Un teléfono móvil
—volvió a solicitar—, o uno fijo; llamaré a las autoridades —recalcó.
—Está claro que le
ha sucedido algo, pero si no se adviene a razones será imposible que le ayude.
Debo de cazar algo antes de que llueva. Puede estar cayendo agua durante dos o
tres días y no tengo comida para tanto. Si quiere puede acompañarme,
regresaremos al anochecer; es peligroso que se quede sola, y de mi no debe
temer —trató de explicar Gregor, señalando hacía el bosque—. Y Kennedy murió en
el primer ataque. Washington quedó devastada.
—¿Qué está pasando?
Dígame, ¿qué está pasando? —repitió, enjugándose las lágrimas —. ¿En qué año
estamos? —preguntó, tratando de centrarse.
—Creo que en el
2015. No estoy muy seguro. ¿Por qué lo pregunta?
—He tenido un terrible
presentimiento —dijo ella, aparentando serenarse—. Cruzando el puente atravesé
una ligera neblina. Pensé que era fruto de la mañana, pero al ir saliendo de
ella me sobrevino un escalofrío, tuve una extraña sensación, algo así como si
no estuviera donde debiera estar.
—¿Y qué tiene eso que
ver con su pregunta?
—La historia ha
cambiado. De donde vengo no ha habido guerras nucleares, y a Kennedy lo mataron
en Dallas; era noviembre del 63.
Después de este
último comentario ambos intercambiaron aspectos de sus respectivas realidades.
Gregor era quien más le costaba digerir lo que ella le proponía como realidad
vivida; nunca había oído hablar de ciencia ficción o de líneas temporales
alternativas. Keira —nombre de la joven— tampoco entendía qué había ocurrido,
pero formulaba hipótesis y comenzaba a tener claro que estaba viviendo en un
entorno en el que la historia se había reescrito en octubre del 62.
Transcurridos varios
meses, acercándose todas las mañanas al puente esperando ver de nuevo la
niebla, todo seguía igual. Keira había encontrado en Gregor comprensión, cariño
y un refugio, algo muy preciso para acomodarse a su nueva realidad.
Gregor, sin apenas percatarse,
fue cerrando en trono a ella un vínculo de amor que no deseaba que surgiera. No
quería atarse, ni padecer lo que sus padres tuvieron que sufrir. El entorno en
el que vivía era duro y peligroso.
Dos años después,
Gregor, al saber que ella se había quedado embarazada, tomó la decisión, sin
apelación alguna, de ir a vivir al núcleo urbano donde se impartía la ley y era
la sede da las patrullas de rurales; sus antiguos compañeros. Temía que Keira
pudiera ser atacada cuando él salía a cazar; y, sobre todo, por el riesgo que el
parto suponía. Donde se dirigían había parteras.
La mañana que
iniciaron la marcha, nada más encarar el puente, una fina niebla los envolvió.
Gregor notó como si la mano de Keira se desvaneciera de entre las suyas, y al
llegar al otro lado del puente, y salir de la niebla, Keira ya no estaba; había
desaparecido.
Gregor jamás dejó, cada mañana, de acercarse
al puente. Nunca perdió la esperanza de volver a notar de nuevo esa extraña
niebla, y, saliendo de ella, ver como su amada tornaba a su lado.